Obediencia y resignación
La paciencia
BIENAVENTURADOS LOS QUE SON MANSOS Y PACÍFICOS
INSTRUCCIONES DE LOS ESPÍRITUS
La afabilidad y la dulzura
Lázaro
París
1863
Un Espíritu amigo
El Havre
1862
Lázaro
París
1861
Hahnemann
París
1863
Un Espíritu protector
Burdeos
1863
CAPÍTULO IX
BIENAVENTURADOS LOS QUE SON MANSOS Y PACÍFICOS
Injurias y violencias. – Instrucciones de los Espíritus: La afabilidad y la dulzura. – La paciencia. – Obediencia y resignación. – La cólera.
Injurias y violencias
1. “Bienaventurados los que son mansos, porque ellos poseerán la Tierra.”
(San Mateo, 5:4.)
2. “Bienaventurados los que son pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios.”
(San Mateo, 5:9.)
3. “Habéis oído que fue dicho a los antepasados: No matarás, y aquel que mate merecerá ser condenado ante el tribunal. Pero yo os digo que todo aquel que se encolerice contra su hermano, merecerá ser condenado ante el tribunal; que aquel que llame a su hermano Racca, merecerá ser condenado ante el concejo; y el que le diga Estás loco, merecerá ser condenado al fuego del Infierno.”
(San Mateo, 5:21 y 22.)
4. Por medio de estas máximas, Jesús convirtió en ley la dulzura, la moderación, la mansedumbre, la afabilidad y la paciencia. Por consiguiente, condena la violencia, la cólera e incluso toda expresión descortés para con los semejantes. Racca era, entre los hebreos, una palabra despectiva que significaba hombre que no vale nada, y se pronunciaba escupiendo y volviendo la cabeza a un lado. Pero Jesús va más lejos aún, puesto que amenaza con el fuego del Infierno al que diga a su hermano: Estás loco.
Es evidente que en esta, como en cualquier otra circunstancia, la intención agrava o atenúa la falta. No obstante, ¿cómo puede tener tanta gravedad una simple palabra, para merecer una reprobación tan severa? Sucede que toda palabra ofensiva es la expresión de un sentimiento contrario a la ley de amor y de caridad que debe regir las relaciones entre los hombres y mantener entre ellos la concordia y la unión. Es también un atentado a la benevolencia recíproca y a la fraternidad, y alimenta el odio y la animosidad. Sucede, en suma, que después de la humildad hacia Dios, la caridad para con el prójimo es la primera ley de todo cristiano.
5. Pero ¿qué entiende Jesús por estas palabras: “Bienaventurados los que son mansos, porque ellos poseerán la Tierra”, puesto que Él mismo ha recomendado a los hombres que renunciaran a los bienes de este mundo y les ha prometido los del Cielo?
Mientras aguarda los bienes del Cielo, el hombre tiene necesidad de los de la Tierra para vivir. Jesús sólo le recomienda que no atribuya a estos últimos más importancia que a los primeros.
Con esas palabras, Jesús quiso decir que, hasta ahora, los bienes de la Tierra son monopolizados por los violentos, en perjuicio de los que son mansos y pacíficos, y que a estos les falta muchas veces lo necesario, mientras que los otros tienen lo superfluo. Jesús promete que a los mansos se les hará justicia, así en la Tierra como en el Cielo, porque serán llamados hijos de Dios. Cuando la humanidad se someta a la ley de amor y de caridad, ya no habrá egoísmo; el débil y el pacífico ya no serán explotados ni pisoteados por el fuerte y el violento. Ese será el estado de la Tierra cuando, según la ley del progreso y la promesa de Jesús, se haya transformado en un mundo feliz, en virtud de la expulsión de los malos.
INSTRUCCIONES DE LOS ESPÍRITUS
La afabilidad y la dulzura
6. La benevolencia para con los semejantes, fruto del amor al prójimo, produce la afabilidad y la dulzura, que son sus formas de manifestarse. Sin embargo, no siempre debemos confiar en las apariencias. La educación y el trato social pueden dar al hombre el barniz de esas cualidades. ¡Cuántos hay cuya fingida hombría de bien sólo es una máscara para el exterior, un traje cuyo corte esmerado disimula las deformidades que hay debajo! El mundo está lleno de esas personas que tienen la sonrisa en los labios y el veneno en el corazón; que son dulces con tal de que nada las incomode, pero que muerden a la menor contrariedad; esas personas cuya lengua, dorada cuando hablan cara a cara, se convierte en un dardo envenenado cuando están detrás.
A esa clase pertenecen también los hombres que fuera de su casa parecen benignos, pero que dentro de ella son tiranos domésticos, que hacen sufrir a su familia y a sus subordinados el peso de su orgullo y de su despotismo, como si quisieran compensar la opresión que a sí mismos se imponen afuera. Como no se atreven a hacer uso de la autoridad para con los extraños, que los llamarían al orden, quieren al menos hacerse temer por los que no pueden resistirse. Se envanecen de poder decir: “Aquí mando yo y se me obedece”, sin pensar que podrían añadir: “Y me detestan”.
No es suficiente con que de los labios broten leche y miel. Si el corazón no participa de algún modo, sólo se trata de hipocresía. Aquel cuya afabilidad y dulzura no son fingidas, nunca se contradice: es el mismo tanto ante el mundo como en la intimidad. Sabe, por otra parte, que si con las apariencias consigue engañar a los hombres, no puede engañar Dios.
(Lázaro. París, 1861.)
La paciencia
7. El dolor es una bendición que Dios envía a sus elegidos. No os aflijáis, pues, cuando sufrís. Por el contrario, bendecid a Dios todopoderoso, que mediante el dolor en este mundo os ha señalado para la gloria en el Cielo.Sed pacientes. La paciencia también es un tipo de caridad, y debéis practicar la ley de caridad que enseñó Cristo, el enviado de Dios. La caridad que consiste en la limosna que se da a los pobres, es la más fácil de todas. Pero hay una mucho más penosa y, por consiguiente, mucho más meritoria: la de perdonar a aquellos que Dios ha colocado en nuestro camino para que sean los instrumentos de nuestras aflicciones y para poner nuestra paciencia a prueba.
La vida es difícil, ya lo sé. Se compone de mil frioleras que son otros tantos alfilerazos que acaban por herir. Pero si estamos atentos a los deberes que se nos han impuesto, a los consuelos y las compensaciones que por otra parte recibimos, entonces habremos de reconocer que las bendiciones son mucho más numerosas que los dolores. La carga parece menos pesada cuando miramos hacia lo alto que cuando doblamos la frente hacia el suelo.
Ánimo, amigos, Cristo es vuestro modelo. Él sufrió más que ninguno de vosotros, y no tenía nada que reprocharse, mientras que vosotros tenéis que expiar vuestro pasado y fortificaros para el porvenir. Así pues, sed pacientes, sed cristianos. Esta palabra lo resume todo.
(Un Espíritu amigo. El Havre, 1862.)
Obediencia y resignación
8. La doctrina de Jesús enseña, en todos sus conceptos, la obediencia y la resignación, dos virtudes compañeras de la dulzura y muy activas, aunque los hombres las confunden equivocadamente con la negación del sentimiento y de la voluntad. La obediencia es el consentimiento de la razón; la resignación es el consentimiento del corazón. Ambas son fuerzas activas, porque cargan el fardo de las pruebas que la insensata rebeldía dejó caer. El cobarde no puede ser resignado, de la misma manera que el orgulloso y el egoísta no pueden ser obedientes. Jesús fue la encarnación de estas virtudes, que la antigüedad materialista despreció. Él vino en el momento en que la sociedad romana perecía en los estertores de la corrupción. Vino a hacer que brillasen, en el seno de la humanidad agobiada, los triunfos del sacrificio y de la renuncia carnal.
Cada época lleva, pues, el sello de la virtud que habrá de salvarla o del vicio que determinará su fracaso. La virtud de vuestra generación consiste en la actividad intelectual; su vicio radica en la indiferencia moral. Y sólo digo actividad, porque el genio se eleva de repente y descubre por sí mismo los horizontes que la multitud sólo llegará a ver más tarde, mientras que la actividad consiste en la reunión de los esfuerzos de todos para alcanzar un objetivo menos brillante, es cierto, pero que pone en evidencia la elevación intelectual de una época. Someteos al impulso que venimos a dar a vuestros espíritus; obedeced a la gran ley del progreso, que es la palabra de vuestra generación. ¡Desdichado el espíritu perezoso, que cierra su entendimiento! ¡Ay de él! Porque nosotros, que somos los guías de la humanidad en marcha, lo fustigaremos y forzaremos su voluntad rebelde, por medio del doble efecto del freno y la espuela. Toda resistencia orgullosa habrá de ceder, tarde o temprano. Bienaventurados, entre tanto, los que son mansos, porque prestarán oídos dóciles a las enseñanzas.
(Lázaro. París, 1863.)
La cólera
9. El orgullo os conduce a creeros más de lo que sois, a no soportar una comparación que pueda rebajaros; a que os consideréis, por el contrario, de tal modo por encima de vuestros hermanos, sea en cuanto a la inteligencia o en la posición social, o incluso en lo que atañe a ventajas personales, que el menor paralelo os irrita y os disgusta. ¿Qué sucede entonces? Os entregáis a la cólera.
Buscad el origen de esos accesos de demencia pasajera que os asemejan al bruto, y os hacen perder la sangre fría y la razón. Buscad, y casi siempre encontraréis en la base el orgullo herido. ¿Acaso no es el orgullo, herido por una contradicción, el que os hace invalidar las observaciones justas, y rechazar, encolerizados, los más sabios consejos? Aun la impaciencia, que tiene origen en contrariedades a menudo triviales, es consecuencia de la importancia que cada uno atribuye a su personalidad, ante la cual considera que todos deben inclinarse.
En su frenesí, el hombre encolerizado se enoja con todo: con la naturaleza bruta, con los objetos inanimados, a los cuales rompe porque no lo obedecen. ¡Ah! ¡Si en esos momentos pudiera observarse fríamente, se horrorizaría de sí mismo, se vería muy ridículo! Con esto puede evaluar la impresión que produce en los demás. Aunque no fuese más que por respeto a sí mismo, debería esforzarse por vencer una inclinación que lo hace objeto de piedad.
Si pensara que la cólera no remedia nada, que perjudica su salud e incluso compromete su vida, reconocería que él mismo es la primera víctima de ella. No obstante, sobre todo, otra consideración debería detenerlo: la de pensar que hace desdichados a todos los que lo rodean. Si tiene corazón, ¿no será un motivo de remordimiento para él hacer sufrir a los seres que más ama? ¡Y qué pena mortal si, en un arrebato de furia, cometiese un acto que tuviera que reprocharse el resto de su vida!
En suma, la cólera no excluye ciertas cualidades del corazón, pero impide hacer mucho bien y puede contribuir a que se haga mucho mal. Esto debe bastar para inducir al hombre a esforzarse en dominarla. El espírita, además, es instigado por otro motivo: la cólera es contraria a la caridad y a la humildad cristianas.
(Un Espíritu protector. Burdeos, 1863.)
10. Según la muy falsa idea de que no puede reformar su propia naturaleza, el hombre se cree dispensado de realizar esfuerzos para corregir los defectos en los que se complace voluntariamente, o que le demandarían demasiada perseverancia si se propusiera extirparlos. Así, por ejemplo, el hombre inclinado a la cólera se justifica casi siempre con su temperamento. En vez de confesarse responsable, atribuye la culpa a su organismo y, de ese modo, acusa a Dios de sus propias faltas. Esto es, además, una consecuencia del orgullo que se halla mezclado con todas sus imperfecciones.
Por cierto, existen temperamentos que se prestan más que otros a los actos violentos, como hay músculos más flexibles, que se prestan mejor a los movimientos que requieren fuerza. Pero no creáis que sea esa la causa principal de la cólera, y persuadíos de que un Espíritu pacífico, aunque esté en un cuerpo bilioso, siempre será pacífico; y que un Espíritu violento, en un cuerpo linfático, no por eso será más dócil; sino que la violencia adoptará otro carácter. Al no disponer de un organismo apropiado para secundar su violencia, la cólera se concentrará; mientras que en el otro caso se expandirá.
El cuerpo no confiere la cólera al que no la tiene, así como tampoco confiere los demás vicios. Las virtudes y los vicios son inherentes al Espíritu. Si no fuera así, ¿dónde estaría el mérito y la responsabilidad? El hombre contrahecho no puede enderezarse, porque el Espíritu no toma parte en eso; pero sí puede modificar lo que pertenece al Espíritu, cuando tiene la firme voluntad de hacerlo. ¿No os muestra la experiencia, espíritas, por medio de las transformaciones verdaderamente milagrosas que se producen ante vuestros ojos, hasta dónde puede llegar el poder de la voluntad? Reconoced, pues, que el hombre sólo se mantiene vicioso porque así lo quiere. En cambio, el que desea corregirse siempre puede hacerlo. De lo contrario, la ley del progreso no existiría para el hombre.
(Hahnemann. París, 1863.)
La cólera